domingo, 5 de febrero de 2012

Y entonces se abrió la puerta y ella entró en el Lulla. Parecía que los segundos fueran horas al compás de sus pasos y él reproducía cada uno de sus movimientos a cámara lenta. Sin duda alguna era ella: mismo pelo rubio y salvaje; esa mirada color miel capaz de derretir o taladrarte; aquellos camaleónicos labios; su figura, torpe la mayor parte del día, felina al caer la noche.
No podía apartar los ojos de ella, pero sabía que tampoco podría acercarse. Un año puede ser un abismo entre dos personas que a penas podían mirarse antes de decirse adiós. Y verla de nuevo ahora, precisamente ahora, cuando las piezas comenzaban a encajar armónicamente...

Ella estaba apoyada en la barra, hablando con uno de los camareros; podía ver perfectamente cómo se reía, aunque no pudiera escucharla, y también reconocía aquella mirada, en completa conexión con su sonrisa. Bastaron unos segundos para que comprendiera de sobra lo que pasaba.
Algún rato después empezó a subir gente al escenario y ella fue la última en aparecer. Y ya no podía dejar de comérsela con los ojos, con una mezcla de temor, emoción, cariño, dolor... recorriéndole el estómago y acelerándole el pulso. Pero allí estaba, de pie, con el micrófono delante y lista para cantar. Qué bien le quedaba aquel suéter rojo... Y cantó.

Él no escuchaba la letra ni sentía la mirada que tenía clavada a un lado, ignorante de un pasado no muy lejano, que no se imaginaba quién era ella. Y cuando ella lo vio, sacó su más grande sonrisa, aunque tenía exactamente el mismo revuelto en su interior que él.
Sus miradas se cruzaron tantas veces que ya no había nadie más en el Lulla y ella parecía cantar sólo para él. Pero cuando la última canción empezó, él apartó la mirada al fin y la dirigió a la persona que tenía al lado. Sonrió, le dio la mano y la besó cariñosamente. Y desde el escenario, las lágrimas comenzaron a brotar otra vez, arrepentidas de no haber encontrado un año atrás otro cauce y que aquellos besos ya no fueran sus diques.

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