lunes, 29 de diciembre de 2014

Pequeña Perra Rabiosa

Se nublan los cielos y la luna muere en tus ojos. Se vuelven locura y tu sonrisa es un simple "no me conoces". Durante mucho tiempo fue así: no te conocía, pero ciertamente, así llegué a ti. Como los niños pequeños cuando fingen desaparecer tras sus manos, tratando de hacerte creer que ya no están, así era tu juego. Quizá no te viera de frente, ni tampoco aquello que escondías, pero de espaldas uno también deja huellas, como tú las dejaste. 

Tu sueño habría sido poder caminar hacia atrás y eliminar cada uno de tus pasos. La luna moría en tus ojos y se fugaba por otro lado. Ella también se escondía; no era fácil encontrarla, aunque es muy difícil ocultarse cuando uno brilla más de lo que se imagina. 

Sólo necesitabas que alguien empujara, que insistiera para robarte esa sonrisa maliciosa e hiciera algo con tu locura. Sólo necesitabas que alguien te escuchara y empezar así a poner orden y coherencia a tanto enigma. Así tu luz no sería tan potente ni tan molesta para, por fin descubrir, que tus ojos no eran tan amenazadores, ni tú tan sobrecogedoramente extraña. Sabías ocultarte muy bien, simplemente para no hacer daño, para no hacerte daño. 

Pero cuando uno lleva mucho tiempo en la sombra; cuando la carga interna es tan pesada, un día se produce el colapso y la energía empuja por salir, por brotar de tus venas y expandirse por el mundo. Entonces no se canaliza y destruye, derriba, confunde, se pierde, se aleja y rebota contra todo lo que hay a su paso. Se haría necesario un muro de contención inmenso, una fuerza superior capaz de reducirla y reprimirla, para devolverla de nuevo a su hoyo, adormecida, lista para volver otro día. Y, sin embargo, ésa no sería la respuesta. 

Era cuestión de tiempo. Algún día tú también te dejarías ver, tú también caerías de rodillas ante la vida y ya no serías inmune, ni serías su excepción. 
Tú también lo sabías y eras toda una experta es esquivarlo. Sabías cómo dejar a un lado cada cosa, hacerlas a su tiempo, sin dar nunca ventaja, ganando la carrera antes de empezarla. ¿Te servía de algo? 
El día que la ola rompía un pedazo de acantilado y éste se perdía en el océano, no había nadie para verlo caer. La gente sólo espera y se queda mientras se muestra la cara buena, y tu sonrisa vacía era una mueca que a todos satisfacía. Nadie pensaba realmente, nadie ahondó nunca en esas brumas que son tus pensamientos. 
¿De quién era la culpa? ¿Tuya? ¿Ajena? Eso tampoco te importaba, hasta que lo tuviste en cuenta. 

Un día cualquiera nos rompen los esquemas. Un día cualquiera, sin más, ocurre algo que nos hace expulsar toda la rabia acumulada, toda la incomprensión, todo el dolor. Vomitamos esa parte de nuestra existencia, aunque podríamos vivir sin tener que acumular y vaciarnos indefinidamente.
A veces es una cuestión muy simple: no saber manejar las propias emociones, y con ellas, los sentimientos. Se lidia una batalla entre la razón, la sinrazón, la irracionalidad... Nos confundimos, nos perdemos y aprendemos a dejar de reconocernos, negándonos a buscarnos, incluso a intentarlo. Ahí la cuerda se rompe y el pozo nos atrapa. Eso es lo que ocurre cuando tus ojos se tragan a la luna: la retienen dentro, dentro de ti, pero perdida en alguna parte, y no logras encontrarla aunque esté sobre tu cabeza. 

Retrocedes mecánicamente cada noche, y por la mañana estás lista para volver a empezar. Finges que el sueño te libera, y es otra prisión por la que vagas, dando tumbos en busca de la luz perdida. Quizá un único rayo de luna calme tu ansiedad lobuna, pero tu instinto insiste, agazapado, latente, esperando que relajes los hombros para intentar escapar de nuevo. 

Lo único que necesita ese aullido salvaje es que alguien lo escuche. Lo único que necesitan esas dos orejas estáticas es que alguien las divise y procure acercarse. Hay que aprender a leer, hay que releer y asegurarse de interpretar, nunca hacer lo contrario por descuido, por falta de ganas y atención. Hay que ser receptivos y estar dispuestos a descubrir, a sorprenderse de verdad. Al fin y al cabo, ¿qué podemos ocultar? 
El monstruo que todos somos, que habita en cada uno de nosotros, ése que se alimenta y vive gracias a nuestro dolor, de nuestras decepciones y del sufrimiento que nos puede inundar.... Ese monstruo no es siempre un monstruo, tampoco es eternamente un ángel: hay un ser intermedio, un ser que debería portar el equilibrio y luchar por mantenerlo. Todos podemos ser las tres cosas unas veces, y otras menos, pero no siempre, y para siempre, somos sólo uno de ellos. 

El miedo que asomó por fin a tus ojos, cuando caíste al suelo y te hiciste humana, es el miedo que todos sentimos, la voz que a todos nos ha atormentado alguna vez. 
Solamente necesitabas cerrar la puerta, dejar que las cosas se normalizaran un poco y así nunca se rompería el círculo. Ahora tienes que abrir también las ventanas y tratar de dejar que se vea. Desnudarse no es fácil, dejar que todos te vean no garantiza nada, sobre todo si nadie hace un esfuerzo por mirar más allá de esa desnudez. Todo ello requiere valor, un valor que el miedo, el auténtico y más simple miedo, frena con una pequeña duda. Esa pequeña duda puede desencadenar mil infiernos, haciendo de ese miedo el peor enemigo. 

No eras ingenua porque sabías lo que te sucedía. No eras de hierro porque realmente te afectaba. Jugar a esconderse, a guardar secretos como los críos, eso ya no eran ficciones, inocentes historietas. Y a pesar de todo, de no saber decir las cosas de otra manera, te dejaste descubrir. Porque tu luz ciega unos instantes y después ya todos evitan mirarte; permanecen eclipsados, seducidos bajo ese encanto. Tras la bruma no hay tanto misterio, sólo una chiquilla asustada que se hace mayor y carece de los medios para avanzar sin autodestruirse. 

Decías entonces que ésa era tu única forma de continuar , la única guía que no te dejaba ir más lejos y enredarte más. No importa, amor, no importa. El tiempo pasa y nos permita olvidar ciertos matices; para que no recordemos con intensidad, aprendemos a obviar y a separar los días, las sensaciones: aprendemos a medir la importancia de las cosas. Unas veces aprendemos demasiado pronto, otras a tiempo y alguna que otra, demasiado tarde. Hay quien nunca aprende, aunque sepa que su vida depende de ello. 

Sólo necesitabas un momento, un abrazo y un beso protector para liberarte. Ninguna cadena más pesada ataría esa rabia perruna, porque no hay un perro detrás de esa sonrisa irónica y enigmática, sino un lobo alejado, solitario, perdido en un mar de tormentos y aullidos, en un océano insondable que no lo mata, pero que tampoco le permite vivir. Solamente eso: no puede vivir. 

La Pausa

Debía ser cierto que las cosas pasan por alguna razón, y no importa cuánto tiempo tardemos en darnos cuenta de que sucedieron y de que había un motivo para ellos. 

Hubo una vez un espacio entre el cielo y la tierra, entre el sueño y la realidad, el espacio y el tiempo: la Pausa. 
La Pausa comenzaba entre los extremos de un puente, dos cuerpos que se tendían uno sobre el otro intentando sostenerse. La Pausa comenzó en el momento en que el inicio del puente se dio las manos con el final. Lo que quedaba en medio... Eso nadie volvió para recogerlo. Eso quedó expuesto, abandonado, en peligro de ser olvidado. 

La Pausa se inició para poder comprender. No había necesidad física o exterior de dar razones. Nadie querría nunca escuchar, salvo quien deja de dormir porque no recuerda cómo se desconecta la mente antes de rendirse al sueño. 

Una mañana fría de noviembre. La playa helada, congelada en un segundo en su retina. El mar peligroso, el agua grisácea, revuelta, plomiza, casi metal fundido. Cerró los ojos y escapó. 
Algún tiempo atrás aprendió, aprendió a escuchar el silencio bajo el agua, a olvidar que en la superficie nunca sería tan libre. Eso era la magia: un oasis de felicidad que se rompía al traspasar la delgada línea que limita entre la superficie y la necesidad de respirar. 

Una lágrima tras otra fueron cayendo de sus ojos cerrados sobre su ya muy mutilado abrigo gris claro. 
Nunca fue necesario explicarle, nunca tuvo que decir. 
Se adivinaba en sus gestos torpes y su embobamiento profundo, su sonrisa vergonzosa y su mirada clavada al suelo. Los errores, las confusiones constantes, las bobadas coloradas tendiendo al infinito horizonte. 
Nunca hubo que jurar que le temblaban las manos y la voz de la emoción aunque tratara de ocultarlo. 

Claro que lo sabía. Era un halago más. 

Todas las mañanas, muy temprano, hundía todo su cuerpo en aquella dimensión mágica. Nadaba un poco, intentaba desconectar de su propio cuerpo, imaginando que ni si quiera volar debía de parecerse un poco a aquello. 
Allí estaba sola, sola con su pensamiento. 

No había confianza, ni tampoco cercanía. Sólo cruzaban palabras tontas, sonrisas y miradas cómplices; la una confundida, la otra demasiado segura de que lo que sentía. 

El Sol llegaba allí al fondo, dibujando luces y sombras en un extraño espejo, para que luego fingiera ser capaz de atraparlas, posicionándose sobre ellas. 

Quién no querría que el tiempo se derritiera y que la Suerte, de su parte, engranara todos los mecanismos de la felicidad. Pero un sueño es sólo un sueño, y es menos aún, cuando uno descubre que no será posible, que no fue nada más. 

Fue una de esas pausas extrañas; el espacio recorrido entre dos puntos extremos. 
Ni el Sol ni la Suerte le sonrieron y aunque juraría que podría afirmar... ¿De qué serviría? ¿A quién se lo iba a contar?

La Pausa permite considerar las cosas; te deja reflexionar. Y a pesar de que uno ahogue el amor en el fondo de un cielo mágico, perdiendo de ese modo la paz, aún se puede huir una mañana fría de Noviembre, en la que el firme y rígido puente es sólo un trance más de la vida, que ha de pasar y que quieres olvidar. 

sábado, 27 de diciembre de 2014

x

Lo único que acierto a entender y decir de esto es que es una mierda pura. ¿Que merece la pena? A mí no, desde luego. Y por si no fuera suficiente, si no tuviera demasiado ya con aburrirme soberanamente, morirme del asco por no verle sentido alguno, encima aumentan los problemas. Ya no es un "no quiero jugar, estoy cansada". Directamente es un "¿para qué?". Sobre todo cuando eres una maldita peonza que es demasiado esto, demasiado lo otro, que nunca encaja en sus preciosos moldes. Mierda para mí, mierda para todos. Mierda todo. 
Supongo que es verdad y que a los 17 años hay quien lo descubre "todo". Y lo que me queda por descubrir... Sinceramente, si tuviera la oportunidad, tendría una razón para hacerlo. Pero dado que no la tengo, y que no pienso contradecirme para hacer feliz a alguien con quien no tengo por qué conformarme por ser una mierda, porque puedo estar sola y pudrirme sola, tampoco considero que me pierda algo. Que eche de menos algo. Algo más que todo lo que me falta día a día, algo más de lo que ya puedo anhelar o de lo que ya he anhelado. 
Sinceramente, lo único que me queda por experimentar es que me revienten las sienes del dolor. El día que eso pase, con un poco de suerte, espero que no me quede mucho más tiempo sentada en la oscuridad mirando a los demás VIVIR. 

jueves, 25 de diciembre de 2014

Re-Place

Dar lecciones de moralidad es más fácil que ponerse a pensar. No supone tanto esfuerzo. Uno sabe lo que moralmente está aceptado y lo que no. La teoría siempre es más sencilla cuando la dices de carrerilla, sobre todo si es para amonestar a alguien. Especialmente cuando se trata de quedar por encima. Y cuando intentas tender la mano y no dejar a alguien con la palabra en la boca, la cosa sale al revés. Depende de quién seas, claro. Cómo no. 

¿Para qué pensarlo? ¿Para qué tenerlo en cuenta? ¿Para qué decirlo? ¿Quién lo va a saber? ¿Quién lo va a escuchar? ¿Quién lo va a leer? Tu puta cabeza. Tu puta locura. Vuelve a ser lo mismo: pensar en la luna, cerrar los ojos y darte la vuelta. Con un poco de suerte, quizá, estés escuchando la música de siempre, la única que vale la pena. A veces no sirve de nada que las cosas cambien. Como las piedras, que resisten el paso del tiempo, aunque se desgasten. La locura no mata, sólo consume. Y a eso estamos. Aquí estamos. Quitando -amos. Diciendo -oy. 

martes, 16 de diciembre de 2014

Él, maravilloso y único ser.

Me gusta cuando la gente egocentrísima de la muerte estalla, dejándote en ridículo, humillándote, porque ciertamente tiene que llamarte la atención por determinado comportamiento. Me gusta ver cómo pierde los papeles, como grita en plan dinosaurio. Me gusta ver cómo me va sorprendiendo cada segundo que chilla, más y más, cómo se me apelotonan los pensamientos unos tras otros, mientras me late el corazón hasta casi reventar. No sé si me alegro de haberme callado. No sé si me mordí la lengua porque no era el momento. Quizá porque ya no tengo 19 años. Pero me ha rematado ver su transformación: la persona que se dedica a la ética, a adoctrinar a los demás, a enseñar a pensar... Cómo estalla, te dice todo, te echa en cara los favores que hizo de todo corazón por ti, porque siempre ayuda a los demás, porque es justo, blablabla... y más blablablá. Pero suelta que le vas llorando, a lo cual añade, que también todos los demás. Y sigue hablando sin nombre, pero tú sabes exactamente a qué se refiere. Entonces piensas "¿Cómo puede ser tan cerdo?". Y en ese momento que levantas las cejas de la impresión, casi se te escapan las puñeteras lágrimas, pero no. Que disfrute del espectáculo. Que se te sequen las lentillas mirando la pared, tiesa como una vela, mientras te sigue gritando y diciéndote que te vayas. Y después de humillarte, de hacerte reconocer tu ignorancia delante de más de 20 personas, te/le pide perdón a todos, que no quería ponerse así pero... Sigue ironizando sobre el tema. Sigue tal cual. Y vuelve a la carga. Nos hace un favor, nos enseña a pensar. Él, precisamente él. Ja. 

Él, que se molesta porque la gente abre la puerta dos minutos después de que haya empezado a hablar. Él, que no te deja exponer. Él, que te obliga a comprar sus libros llenos de erratas que nunca más podrás utilizar. Dinero a fondo perdido. Él, que no soporta un ruido en el pasillo y sale en busca de los causantes. Él, que le riñe exageradamente a una persona por pasar las hojas de una libreta. Él, que no se sabe ni sus horarios, que chilla porque no sabe utilizar el ordenador. Él, que te deja el powerpoint para que lo admires pero no para leerlo. Él, que entre grito y grito y movimientos histéricos no molesta a nadie, no incomoda a nadie. Él, el ser ético y moral perfecto, el modelo perfecto a seguir. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

Qué bonito es tener a alguien al lado

Déjalo. Cuando necesitas a alguien porque no soportas cómo te vas hundiendo, alguien que te sostenga un poco, no hay nadie. El mundo está demasiado ocupado. Todo el mundo tiene algo que hacer. Todo el mundo tiene una vida que seguir, una persona a la que se debe, una afición, un quehacer que no puede dejar de lado para darte un dedo, ni si quiera echarte la mano. Y fíjate, si la cosa es al revés, el mundo puede mandarte un diluvio universal. Basta que te mueras de dolor, de cansancio, de depresión... y quieras un día, dos o lo que te dé la gana, que pase el tiempo, para sentirte mejor. Entonces cualquiera de los que no estaban hoy, a todos aquellos a los que estorbabas, todos aquellos que no te incluyeron en sus planes, en sus conversaciones, en su rato libre, etc., volverán para reclamarte, para pedirte, para decirte que y bajo qué condiciones. ¿En serio? Sí, en serio. 

No te deprimas, siempre puedes contar contigo aunque necesites a alguien. No te vengas abajo, aunque la mierda te ahogue. No te sientas sola, si siempre lo estás. No hace falta que grites, ya lo haces a diario. No te derrumbes, si vives hecha ruinas. No llores, porque nunca sonríes. No estorbas, porque nunca estás. No es nada, es sólo que no hay tiempo. No hay tiempo porque todos tienen algo que hacer y tú no. Tú no te preocupes, ya encontrarás algo, algún día, cuando los planetas se alineen. No te rayes, aunque te dijera que tú siempre estuviste ahí pero que sabía que nunca sucedió al revés, tienes que estar, porque tienes que esperar que esa persona no se quede sola, que estés pendiente de estar disponible para cuando tenga un problema. 

No pasa nada. No te lo mereces. Es tontería. No esperes nada. Sé egoísta, pero si eres egoísta igualmente no le gusta a nadie. Tranquila. Ya sabes que la gente que más daño hace es la gente que realmente importa, no los desconocidos. ¿Para qué te vas a plantear el problema de otra manera? Importan más los nuevos y malos conocidos que los amigos-pared de años y años. La confianza da asco, pero da asco para según qué cosas. Cuando tú necesites algo, no se te ocurra pensarlo, ni lo sueñes: si no hay nadie, es porque no tiene que haber nadie. No lo necesitas. No te lo mereces. 

jueves, 11 de diciembre de 2014

I turned to look but it was gone

Pasé años ignorando su canción a propósito. Pasé años esquivando ese nombre, salvo alguna que otra vez que sí la escuché. Y me enamoró, claro, aunque volvía a olvidar su nombre. Pero debe ser verdad que hay una canción para cada momento y entonces no era ella, no era su turno. 
Nunca sabrá lo que me hace su voz, la magia de su guitarra, el poder de sus versos. Nunca verá las imágenes tipo sueño que me inundan, cómo me veo hundiéndome en un mar, sumergiendo la cabeza y dejándome llevar a esa sensación de tranquilidad. Cómo me calma, cómo me desata los nudos de la histeria, cómo poco a poco ha hecho que la necesite. Cómo busco el fondo donde descansar y quedarme.
La magia realmente existe cuando hay canciones como éstas, cuando existen o han existido grupos como éste. Me sirve de claraboya, de chaleco salvavidas. Es mi necesidad, mi sueño, las palabras que yo nunca podría decir. Viene de la nada, pero esa nada es en verdad un todo, una parte más de mí que vino de la mano de alguien realmente importante. Y no se ha marchado, la música nunca nos deja a no ser que nosotros la abandonemos.
Quizá el día que pierda definitivamente el oído no pueda disfrutarla, no pueda volver a emocionarme con ella. Puede que algún día otra canción le robe su lugar, el que ahora ocupa como necesidad, como calmante, como felicidad. Pero sé que es demasiado especial, que no la elegí hasta pasado el tiempo y por ello se merece mucho más espacio en mi desastrosa memoria. 
Quizá algún día, si vuelvo a estar en el delirio profundo de la fiebre, pueda experimentar otra vez esa sensación que me trae esta canción, pero no provocada por ella. Esa cercanía al fin, algo así como cuando Janis decía: good was good enough, se está tan bien... Y algo que te hace sentir tan bien no puede ser malo. Pero si lo es, no me importa que me destruya. No ella. No a estas alturas. 

martes, 2 de diciembre de 2014

You know that I'm not good

Para empezar a hablar, hablo muchas veces de banalidades diarias y tontas. Hablo del tiempo, del frío o del calor según sea la estación. Y la lluvia, su ausencia o su presencia siempre es importante, real o metafóricamente. A ninguno nos gusta tener los pies mojados, supongo, y si podemos, evitamos el charco. Pero a veces tenemos esas ganas irremediables de meter el pie de lleno y saltar, sin importar a quién salpiquemos y lo perdidos que nos pongamos. Ése era el tipo de cosas que te gustaba hacer, según decías, de pequeño. Un charco era un mar desconocido, con islas desiertas a las que cualquier pirata querría llegar. Pero una vez trazada en el mapa, ¿qué más ofrecía la isla ya descubierta? 

Trataba de imaginarte con aquellos rizos salvajes y esa mirada tan enigmática con unos 8 o 10 años. No fui capaz. Intentaba darte una expresión más relajada, diferente, como aquella mañana en lo alto del reloj. Juraría que el horizonte te tenía atrapado, que las olas te hablaban en un idioma que ya anteriormente conocías. Nuevamente no supe qué pasaba, qué pensabas. Entonces era un tú, un yo, un nosotros. Ese instante sólo eras tú. Tú. TÚ. 
Habría olvidado aquellas vistas o aquellas noches sólo por saber qué se te pasaba en aquel momento por la cabeza. Qué tenía aquel faro a lo lejos, aquel muro de piedra para ti. Aunque no es difícil adivinar: un animal deja rastros por donde quiera que pasa, lo único que yo tardo más en percatarme de sus huellas. 

Volvía a ser el puzzle complejo difícil de armar. Volvía a ser el día y la noche. Mi estupidez contra tu forma de ser. Mi estupidez contra ti mismo. Mi estupidez contra mi propia estupidez. ¿Sabes qué? Volví a perder. Me juré que no, que las tonterías se pasan a cierta edad, y me creí ya mayor. Lo suficiente como para saber lo que hacía, que ya no se cometen errores por segunda vez cuando aprendes que el dolor no merece la pena. Me subestimo a menudo. Nunca deja de sorprenderme mi agudez mental, mi maravillosa inteligencia. 

Teníamos todo el tiempo del mundo. Teníamos el mundo entre las manos. Nuestras manos se enlazaban. Si se enlazaban, ¿qué podía fallar? No fallaba nada si no había una promesa. No prometimos porque lo consideramos innecesario. Era innecesario porque los dos queríamos. Queríamos porque nos gustábamos. Nos gustábamos porque... Porque un día me devolviste la risa. Sin la risa no se puede vivir. Yo no sé vivir porque no sé reír, reír de verdad, como una niña. 

En aquellas noches que me contabas, siempre te imaginaba pequeño, mirando el cielo inmenso con una media sonrisa, media pero de pura satisfacción. Y le ponía formas, colores, aromas, sonidos, movimiento, grosor... a todas las palabras que salían de tu boca, que yo no veía, que procuraba recoger, que intentaba apresar. ¿Qué podía tener más valor para mí, a parte de tu presencia? Tus palabras, tus historias. Las pocas veces que hablabas de ti, las pocas veces que parecía que ese velo se iba a correr. Y es cierto: tenías que explicármelo todo. 
Automáticamente me censuraba. Me arrinconaba a mí misma en una esquina pequeñita, una caja, un hueco azul oscuro perdido en un fondo negro. Agachaba la cabeza, me encogía y me ponía a llorar. Nunca llegaría a ti, nunca llegaría a conocerte pero... ¡me hacías reír tanto, me hacías sentir tan bien, me dabas tanto...! Todo lo que no creía que pudiera llegar a sentir, para bien, para mal. E intenté convencerme. Si tú aún no te habías ido, era porque de algún modo podíamos. 

Me vuelve a pasar. Que te escribo sin saber de ti. Que te pienso sin darme cuenta, por más que intento reprimirme, que me riño en cuanto soy consciente. Me puede el pulso, la mano con la que no sé hacer grandes cosas, con la que sólo sé trazar, pintar rayitas y palitos que acaban sacando la locura bestial de mi cabeza. Las dos ideas acordes que me quedaban se funden y me anulan. Las otras me abandonaron esa misma noche. No. Claro que sé que no volverán. Se fueron contigo.  Son producto de la confianza, de la sensación de que todo va viento en popa. 
Y así, como un barquito velero, me veía feliz y sonriente manejando mi timoncito. Estaba empezando a izar las velas. Dejaría que las cosas siguieran así, que llegáramos a donde tú quisieras. Los últimos días había ido aprendiendo un poquito. Empezaba a comprender-te. 
No soy buena para escuchar las medias voces, sólo los gritos y los estruendos. Yo miraba de frente, no veía las nubecitas transformándose en un nubarrón plomizo. Plomizo. Plomo. Ésa fue mi sensación. En cuanto me miraste y se me quitó la sonrisa de beata inocente, me di cuenta. Esos momentos son los únicos en los que he aprendido a leerte perfectamente. Es la única sintonía que tengo contigo: las malas noticias. 

Hace exactamente tres meses. Soy una enferma. Te juro que me reniego, que me enfado de verdad cuando me descubro pensando de nuevo, y sigo sabiendo cuántos días hace que no te veo. Bueno, en realidad, eso tampoco es cierto. La verdad es que te he seguido viendo. Pasas de largo cruzando una acera. Miras al lado contrario si cruzo la calle por delante de tu coche. Giras sobre ti mismo si estoy al otro lado de la barra. Miras por la ventana o los cristales de la puerta antes de entrar. Tu gesto mudo y serio. Saber que me atraviesas si por casualidad estoy debajo de tus ojos. Me tiembla la barbilla nada más mirarte. Me tiembla todo el cuerpo en cuanto pienso que te he visto a cien metros. Si solamente pienso que eres tú. 
Cuántas veces huyo para llorar sola y me meto el puño en la boca para ahogar el sonido. Cuántas veces espero a que te vayas, posterior bronca de un jefe que dice que no atiendo, que vaya pensando lo que quiero hacer, si es necesidad o simple capricho, pero que está claro que no es mi prioridad. Y supongo que le puede ver mal a su amigo, que hay quienes no saben que no tienen por qué escoger. Pero si le duele, si te duele, abandono para siempre. 

Llegué a esta cafetería de casualidad. Mucho antes de verte. Mucho antes de que cambiase de dueños. Siempre me imaginé que algún día fuera mía. Esos primeros amores sin sentido, ya sabes. Un capricho bonito, ese algo que uno siempre habría querido tener, aunque fuera en la imaginación. Y en aquel rincón se me consumió la imaginación hace mucho tiempo, pero no se me pudrió la fantasía. Ésa no se muere, sigue existiendo, aunque yo no sepa vivirla. 
Hace como dos horas que se me ha helado el café. Este año hace muchísimo más frío. Es un noviembre triste como hacía mucho que no recordaba. Tengo esa sensación molesta en los huesos, el nervio en el pecho. Éste es mi último vistazo por la ventana, igual que aquel día en lo alto del reloj. Ahora sé por qué no me llevaste al muro, por qué no me acompañaste al faro. Sus fotos son mucho más bonitas. Ella en sí es mucho mejor. No es un simple puzzle descolocado que eres incapaz de encajar con tus piezas. 

Cosas de la vida, la suerte, el destino, la casualidad... A mí me tocó venir desparejada, contradictoria, confusa y ella vino perfecta, perfecta para ti. No es cuestión ya de echarte el pulso, de sentir rabia, miedo, lástima, dolor, de intentar. Sé que no viste nada. Sé que te volviste a equivocar. Sólo me duele no ser, no poder ser, no tener en mis manos la solución, pero no me saldría fingir. 

Yo sólo quería inventar. Creía que podía inventar contigo, intentarlo al menos, pero ya hemos visto que no. Que es imposible porque no sé ni cómo mantener una conversación contigo, hablada, escrita, ni si quiera imaginaria. No hablo tu idioma aunque tú comprendas el mío. Es mi problema, mi mente estrecha, mi locura y mi oscuridad, las mismas que te alejan.