(...) Serían las 7, más o menos, y el cielo ya clareaba, con el sol
rompiendo a lo lejos. Él me abrazaba, sentado por detrás de mí, y tarareaba una
canción que me encanta. Eché la cabeza atrás, apoyada en su hombro, y cerré los
ojos. Deseé que por nada del mundo se fuera, por nada, absolutamente por nada.
- Si
te quedas dormida no pienso despertarte para que lo veas.
Abrí los ojos y los primeros rayos de sol ya nos alcanzaban.
Lo miré y sonreía, pero yo estaba a punto de llorar, y me estaba costando la
vida contenerme. Sacó mi cámara del bolso y empezó a hacer fotos.
- Y
no quiero que se te olvide nunca esto, todo. El sol, las nubes, el olor a
hierba mojada, a ti, a mí…
- No.
– le dije temblándome la voz.
- Y
no vas a llorar porque no va a ser un punto y final, sino a parte, un pequeño
paréntesis en tu vida (y la mía) hasta la próxima línea.
Me dio un beso en la frente y me abrazó. En realidad tenía un
nudo en la garganta; sentía que había un millón de cosas que quería decirle
antes de que se fuera; muchas cosas que explicarle; la necesidad de tenerlo a
mi lado. Y sencillamente no pude. Sentía que estaba a punto de explotar y que
una vena, una especie de latido en medio de la frente iba a reventarme la
cabeza. Pero estallé.
Él me cogió en brazos y me prometió mil cosas. Intentó
tranquilizarme, decía que yo ya sabía lo que era aquello, lo que iba a pasar.
Que si él pudiera detener el tiempo, que claro que lo haría, cómo no. Sí, sabía
esas cosas. Todas aquellas que no dijo, que no se atrevió a decirme porque
sabía que no me las creería, y también porque no iba a salir del paso. Las
mismas cosas que yo no fui capaz de decirle. (...)
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