martes, 19 de agosto de 2014

Inconsistente

Creer que somos libres para luego descubrir que no es así. Tender a imaginar la libertad como un movimiento ligero, sencillo, grácil, así como el vuelo de un pájaro, la carrera de cualquier animal salvaje (más bien depredador) o el momento en que un mamífero marino sumerge de nuevo su cuerpo en el agua. 
Pero hay otro movimiento antagónico al de esa imagen ralentizada, elegante, prolongada, y a veces hasta manipulada. Consiste en la violencia empleada con todas las fuerzas, el momento en que uno se libera de las ataduras y la adrenalina lo guía hasta donde pueda ponerse a salvo. El corazón que late despavorido ante el abismo, por haber esquivado la mala fortuna en el último instante. La sangre que se hiela y vuelve a correr con fuertes pulsaciones, entre oleadas de calor, entre lágrimas de alivio. Pero también el momento en que la presa herida de muerte deja de agitarse, cuando sus músculos se relajan y sus ojos ya no retienen el sufrimiento ni el terror, simplemente porque ya no miran, ya no existen, ya no hay vida. El golpe tras caer en la realidad fría e indiferente. Ese momento en el que es posible contemplar la infinitud del todo y la insignificancia del individuo. 
Libertad como océano insondable en el que el cuerpo puede perderse, nadar por última vez, ahogarse y quedarse allí para siempre, formar parte de él. Lo absoluto se traga a lo pequeño. Lo pequeño triunfa felizmente en un todo que ni si quiera tiene constancia de su existencia. ¿Y puedo llamarlo libertad? En términos generales, sintiéndola o padeciéndola, según sea el momento: Sí.

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