viernes, 17 de abril de 2015

El mismo camino, los mismos sentidos.

"... Cuando un día la infancia quede atrás y los recuerdos no sean más que un momento del pasado, os daréis cuenta...".

Pero ya me había dado cuenta mucho tiempo antes de que ese profesor dijera esas palabras. Siempre lo supe, por eso quería salir de allí cuanto antes. Porque hacía mucho tiempo que aquel lugar ya no era mi casa. Necesitaba escaparme para sentirme cómoda. Necesitaba deshacerme de su presencia, de su constante entrometimiento, su preocupación.
Podría decir que fueron maravillosos, pero mentiría. Nunca entendí la incoherencia de los valores que predicaban y enseñaban, pero que no practicaban delante de nosotros, no con todos nosotros. Y es ese amor-odio, ese anhelo y ese rechazo lo que me pone a llorar como una cría, como lo que era cuando salí de allí y lo que sigo siendo ahora. 

No pasaría ni una hora entre esas palabras y el momento en el que volví a casa. Estábamos sentadas atrás del todo, en los últimos bancos de aquel viejo teatro. Por un momento quise volver atrás y empezar de cero, integrarme y ser parte de ellos, refugiarme y llevarme con ellos como nunca había hecho, salvo en ciertas ocasiones. Era lo que tenía la masa, que junta me resultaba insoportable, pero por separado, a la gran mayoría he terminado pensando que merecía la pena conocerlos. Y es curioso, porque al estar apartadas a un lado, los observábamos como lo que éramos: no parte de ellos. Al empezar el discurso, esta frase que se me ha quedado grabada, ése fue el único momento en el que tuve la duda, las ganas de ser parte de ellos.

Precisamente en aquel teatro pequeño estaban muchos de los momentos más bonitos que viví allí. Entre aquellos muros de hormigón pintado de blanco, aquellos azulejos desparejados y ese jardín que me daba miedo cuando volvía sola por las noches de fiesta. Y no se puede estar más cerca de un sitio y no sentirte más alejada. Me ahogaba, me hundía, pero eso no significaba que hubiera dejado de quererlo. En muchos momentos fue el único sitio en el que me sentí bien, contenta, feliz. Pero de eso hacía mucho tiempo. 

Y simplemente, media hora después volvía a saber por qué no era posible, por qué no podía quedarme con los demás. Realmente no había nada, no tenía nada que ver con aquella gente. No éramos afines, éramos extraños, aunque hubiéramos estado toda la vida juntos. Nos hacíamos insoportables, incomprensibles, pero supongo que había cierta curiosidad, cierto reconocimiento, o eso me ha ido demostrando el paso de los años y el encontrármelos de vez en cuando. 
No podía ser porque no había nada que celebrar, nada que decir. Lo que perdí ya no era mío hacía muchos años, si es que alguna vez lo fue. Cerrar esa puerta, ir mirando la luna durante 50 metros y el campanario me lo recordaron: era invisible mayormente, hasta que hacía algo que trastocaba su normalidad, decía algo que no tenía que ver con ellos y todo se descuadraba. Alguien así no se echa de menos, siempre se echa de más. Por eso me sentí libre, y cuando yo fui libre meses después, ellos estuvieron en una jaula. Los muros de hormigón y el campanario aún les pesaban demasiado a muchos. 

Yo sigo echando de menos el teatro, las primeras mañanas de primavera-verano, los días de repesca, los ratos aislados en que alguno, aleatoriamente y alejado de la masa, te dejaba conocerlo, se acercaba y te hacía pensar: "Joder". Aunque a quien más echo de menos no tiene nada que ver con esos muros, él siempre estuvo fuera hasta que me fui. Esa persona definitiva que te encuentra y te transforma, el hilo más fuerte que ni el tiempo, ni la distancia, y tampoco la gente, consiguen romper: la confianza, la conexión mágica que no he vuelto a tener con nadie más, que casi 15 años después, seguimos teniendo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario