martes, 29 de julio de 2014

You just keep me hangin' on (O por qué Leiden eligió a la Bella Durmiente).

Esto era un valle verde, azul, amarillo, rojo, fosforito en sí, y de noche era mágico, con su lago enorme por un lado, sus animalitos por otros y las estrellas cayendo desde un cielo enorme. Había allí una tribu de hadas, ninfas, seres luminosos de polvos mágicos, purpurina, colores chirriantes y grandes ojos. Todas eran hermosas, todas dulces y maravillosas, obviamente eran mágicas. Y no sólo tenían en común todo su esplendor, magnetismo y belleza, sino que además eran seres felices, sencillos, agradables y fáciles de tratar. ¡Ah! Y todas ellas rendían culto al mismo Dios, al mismo ídolo que las enamoraba, letra a letra, palabra a palabra, verso a verso. Todas suspiraban, todas se encandilaban y se enamoraban, si es que es posible hablar de amor. 
De entre todas ellas, el Cisne, la Gata y la Mariposa (nombres reales, no ficticios) eran las más, las preferidas del ídolo dionisíaco, recuerdo de un Nietzsche pre-loco, sumergido, forjado y recubierto de una honda y profundísima e inigualable cultura letril. Un ser hecho de placer, vida y libertad en estado puro; diferente, único, inalcanzable, sólo por ellas, que conseguían atravesar su dura coraza de conquistador nato.

Había por aquel valle un lobo, el Lobo Negro, que antes de ser lobo fue otra cosa parecida al Cisne, la Gata y la Mariposa. No tan así, tan en forma, color, tamaño, figura, divinidad... esas cosas típicas de los seres bonitos de los cuentos. No. 
En su día, el lobo evolucionó o mutó, aunque en verdad tenía triple esencia, algo así como la Trinidad cristiana, obviamente sin poder ni grandeza ni mucho menos esencia comparable a semejantes magnitudes. Así que tampoco es posible decir qué fue antes, si el Lobo, la bicho o el monstruo. Pero sí, Lobo Negro siempre quiso ser como las otras hadas, le parecía que todo en ellas era mejor, muchísimo mejor. ¿Y adoraba al ídolo nizchopó? Claro que sí, de otra manera. 

Lejos, desde muy lejos, siempre esperaba. Se contentaba de lejos, nunca se atrevía a acercarse. ¿Para qué? Sabía las respuestas, pero siempre, siempre daría sus patazarpas por darle un segundo de paz, algo diferente de lo que sus ninfas mágicas solían darle. O eso creía, o quería creer. Solamente poderse llevar su dolor a otra parte, el recuerdo de su sonrisa tranquila y muda. Pero eso era difícil e imposible. Y en las noches de luna llena, buscaba el claro en el que mejor pudiera verla, para poder recoger la magia de esa visión, la magia de la que carecía todo su ser. 
Probablemente no tenía nada que ganar ni que perder, tampoco que ocultar, pero seguía vagando en la oscuridad, viendo lo felices que eran las hadas, simplemente libres, simplemente ligeras y maravillosas. ¿En qué momento se truncó? ¿En qué momento su pelaje emergió y huyó? 

Mucho tiempo atrás, cuando una de sus formas era La Bicho, antes de ser El Monstruo, ella esperaba. Soñaba como todas, pero de otra manera: siempre despierta. Vivía también según su costumbre diferente, equivocada, mal encaminada. Y esperaba encontrar a alguien como el ídolo nizchopó, alguien tan sumamente perfecto que ni la luz pudiera superarle, perfecto para ella, con todos sus defectos, virtudes y malos entonces y suspensos. Eso jamás ocurrió, quizá nunca hubo un motivo, pero sí sabía que algo era distinto. 
Una explicación un tanto absurda, infantil, no muy pensada pero sí un tanto mística. Su cuento favorito siempre fue el de la Bella Durmiente. ¿Por qué? Aurora era todo lo que ella quería ser, todo aquello en lo que le habría gustado convertirse de poder elegir, pero sabía que no era así. Y sabía que la vida era un sueño que no podía vivir, porque acostumbraba a soñar despierta. Soñaba despierta su único deseo real, ése que sabía irrealizable porque el ídolo nizchopó nunca entraría en sus planes, ni otro semejante, ni nadie a quien pudiera amar de verdad. Por eso prefería la parte en que Aurora se queda dormida, para vivir en sueños lo que despierta no podía. 

Aún así, pese a todo lo difícil de su ser, seguía manteniendo la esperanza de un amanecer rosa de febrero al que se asomara la primavera. Así, tal cual. Eran viejos residuos de su época La Bicho y Lobo Negro luchaba contra su vieja herida, esa cicatriz en forma de pluma que nunca la abandonaba, que nunca se cerraba ni se difuminaba. Y en todo eso siempre esperaba un algo mejor, día tras día. Una esperanza tonta, vana, inútil e infantil, una locura que la ahogaba y la salvaba, porque era todo lo que Lobo Negro poseía. No tenía nada que ofrecer aunque quisiera el mismísimo cielo y al mismísimo ídolo nizchopó, y aunque se sintiera culpable, una parte de sí era lo bastante salvaje como para seguir reclamando un cachito de placer, de arrebato, de felicidad suprema en la infinitud de un segundo.

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