miércoles, 22 de octubre de 2014

EΠI- ΦAINEIN

Preferiría no acordarme pero hay cosas que son francamente inolvidables. Preferiría borrar el cielo de mi memoria, ese azul limpio de día, mar insondable de noche. Preferiría poder escoger qué van a registrar mis ojos como dato fenoménico, decidir si merece la pena apresarlo o no. Y con el tiempo ciertas cosas te van dejando de importar, y otras se hunden, se hunden en la arena como los barcos en el fondo del  mar. 


Un día escuché que no era fácil crear ficciones, que hay quienes tienen un don para sacar todo de la nada, contar mil batallas e inventar un mundo que nadie más logrará recrear. Envidié a todos esos aventureros brillantes, capaces de llegar hasta los confines de la tierra; ese tipo de gente que atrae lo imposible, que logra vivir y experimentar lo que otros no pueden ni tan si quiera soñar. Entonces también supe que a veces no hace falta ir muy lejos, que la imaginación y la fantasía lo pueden todo. Sólo se necesita una mente, y esa mente podrá elaborar de mil formas distintas, con todo tipo de medios, obras únicas y originales, ninguna de ellas repetidas dos veces. 

Y me lo creí. 


Hoy me pregunto si realmente creamos algo. Claro que no lo pienso. Las palabras están en nosotros, las inspiraciones no son una idea dada por un Dios o Diosa o ser extraño que se entretiene en ese tipo de asuntos. De dónde salen las historias de los grandes artistas que un día brillaron por primera vez y cuya estela aún permanece. Después de unos pocos, lo demás es copia. Ya lo decía Nietzsche al principio de su "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral": alguien podría inventar fábulas semejantes y no con ello podría ilustrar el verdadero estado del intelecto humano en la  naturaleza. ¿Qué nos queda entonces por inventar? ¿Un mundo? Un mundo propio, quizá. 



En ese mundo propio, no uno que yo me inventé, si no uno en el que crecí, donde junté todo aquello que iba llegando a mí y me enamoraba, allí el cielo era así: limpio de día, insondable mar de noche. Estaba enamorada, claro que sí. Cómo no estarlo cuando el paraíso te mira cara a cara. Pero eso no era una ficción, eso era la vida real. Tus ojos nunca fueron un escondite para mí, sino un refugio en el que pude encontrar algo más que amor, seguridad y eso que llaman amistad. 



Incluso las cosas inventadas pueden dejar de existir, ¿no es así? Y aunque sólo tuviera que cerrar los ojos y rebajar la respiración hasta la tranquilidad, ya no funciona volver a esa fábula. Ya no puedo hacerlo como entonces y sé que un día, poco a poco, olvidaré el tono exacto de azul, las distintas tonalidades de esas motas pequeñas que flotaban en él. Un día ya no recordaré exactamente cómo, cuándo, dónde... y simplemente será un color desteñido en mi memoria. Una sombra, ni si quiera recuerdo, allí abajo, hundiéndose en la arena del fondo del mar. 



La ficción no puede ser literatura de cualquier tipo. La fantasía no puede ser cualquier unión de palabras. No toda historia contada, soñada o perdida puede decir que haya tenido vida. Odio la literatura barata, fingir que entendemos, que sabemos, que llegamos y realmente tenemos el contador a cero. Desde ese día la literatura se acabó. Yo tengo que ponerle fin a este libro y cerrarlo. Tengo que pensar si quiero abrir aquél que me habla de verdes musgo y marrones jirafa. Y sigo fingiendo que esto es una epifanía, que puedo devolverle algo a lo que ya fue, cuando simplemente se acabó y ya no hay más. No quiero hacer literatura, no quiero intentarlo. Sólo quiero pensarte aquí y no escribirte allí, sólo quiero soñar que esto sea un mal sueño, y me resisto a caer pero todavía te echo demasiado de menos. 

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