miércoles, 30 de abril de 2014

Everything money can't buy

Nadie sabe lo mucho que me cuesta empezar de cero, hacer cambios, aceptarlos y amoldarme a ellos. No me gustan los principios ni los finales precisamente por eso, porque cuando empiezo a encontrar mi lugar ya es hora de pasar página. Y siempre una marcha, un adiós, un llegar a ninguna parte que no acaba. Cansa tanta búsqueda, tanta espera de algo que no sabes qué es, pero que tira de ti. Día tras día, así desde que tengo memoria. 
Cuando era pequeña las paredes de mi habitación me recordaban, por la forma redondeada del techo, a un vagón de tren antiguo. Y cuántas noches me imaginé que viajaba tumbada en uno de esos coches-cama, mecida por el  suave pero rápido traqueteo. Sólo con los años me doy cuenta de que ese balanceo era más propio de un barco, de un algo que flota en el agua. Así, flotando a la deriva, siempre he soñado que me quedaba dormida.

No sé qué bombilla no llegó a encenderse en mi cerebro durante el periodo de gestación, si fue algo que pasó con los años, algún trauma infantil o mi enganche tóxico a series estúpidas de novela barata, o qué; el caso es que soy lo que en términos evolutivos viene siendo un animal que no debería haber sobrevivido nunca. ¿La clave? Siempre he tenido a alguien a quien aferrarme, y aún así, he tenido ese vacío, la certeza de una inutilidad completa. No recuerdo en qué momento dejé de encajar, seguramente porque nunca lo hubo, pero sí recuerdo perfectamente haber ido "dando la nota" a lo largo de mi existencia. Eso, el ser la rara, la "rebelde", la que tiene que llamar la atención... Y sigo sin reconocer totalmente esas definiciones. No llamo rebeldía a decir lo que pienso, a no poder callarme simplemente porque exploto. No se puede negar semejante extrañeza de persona, el no ser ni hacer las cosas que hacen los demás. Pero lo siento, no me gusta llamar la atención. Claro que en ciertos momentos me gusta que me miren, que quiero que se fijen en mí por algo, pero no soy de tirar el plato y hacer que se rompa para que todos sepan que estoy ahí. Aunque ése, por desgracia, parece ser el único método que he empleado todos estos años. 

Claro que quiero otras cosas, que me gustaría ser diferente, que me encantaría poder complacer a mil aunque un millón se disgustaran. Pero sigo teniendo muy claro (y esto es aún más raro en mí) que soy quien soy, que por mucho que me esfuerce, no puedo fingir. No me sale y fin del asunto. Da igual si me conviene, por eso evito contenerme. El punto de todo esto es que no puedo conciliar lo que me gustaría ser con lo que soy y llegar a ese intermedio que lucha, que se esfuerza, que se contiene, que se modela. Simplemente: no tengo ganas. Nunca las he tenido. Cuando no era una vaca gorda, torpe y patosa, era una ballena. Cuando ya no era una ballena nadie me dijo que parara. Cuando ya no era una ballena me empequeñecí aún más y empezó el tiempo de "sólo sabes tirar la toalla". Mi autoestima siempre ha sido una mierda, aunque tuviera clarísimo que no quería ser un maniquí porque nunca podría serlo, ni por cuestiones físicas ni de carácter. Sencillamente no soy ese tipo de persona.

Si volviera atrás, precisamente a ese punto, me gustaría decirme muchas cosas. Me animaría a mí misma; quizá consiguiera reventar mi propia ceguera y convencerme de que así estaba bien, de que realmente "good was good enough for me". Ojalá. 
No sé cómo explicar con palabras cuáles son las imágenes que se van sucediendo en mi cabeza, que se van cerrando en espiral hasta que suspiro y me echo a llorar, asfixiada, con la presión en las sienes. Es un cúmulo de cosas, cosas que llevan unas a otras, que son todas pequeñas, que se basaban en una mentira, mentira que se ha desvelado recientemente, mentira sobre la que basé mi vida cuando dejé de ser una ballena. Pero el rollo del eterno retorno, la ballena, la playa, el estar varada, etc., es ya una constante en mi vida. Y realmente ni si quiera existe una playa, sólo este maldito estado de ánimo que me consume la mayor parte de los días. Ja... Y adivina por qué. Qué hacha cae una y otra vez sobre mi, haciendo que cada vez que me mire a un espejo sienta que mi propio reflejo vomitaría sobre sí mismo. Claro que, un día de humores perros e irracionales, hacen que afirmes toda clase de barbaridades, barbaridades que aunque la mayoría de los días no se griten, son verdades calladas. 
Me avergonzaría pero... no me sale negarme a mí misma, menos ante un espejo. 

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