miércoles, 4 de marzo de 2015

And turn this up on the radio

No tengo letras para describirte perfecta, divertida, risueña, libre. No puedo escribirte con esas letras. No puedo hacerte ni deshacerte en este instante, humo que acude a mi memoria cuando ya creí olvidarte. Aunque es más fácil de lo que podrías imaginarte, a pesar de que yo crucé la orilla sin mirar atrás. 
No puedo ni sé dedicarte ese tiempo que necesitarías, que no te mereces. No, para hacer que te pierdas; no, para no borrarte y tampoco poder reconstruirte. No tengo las palabras con las que podría decirte, formarte, volver a contemplarte. 

Te gustaban esos detalles tontos que no supe tener. Solías imaginarte toda clase de bobadas y, sinceramente, para qué escribirte una frase en un muro cuando podría construirte un mundo en cada verso. Todos para ti. Sólo tuyos. Y no sé si realmente llegué a hacerlo. Seguramente no fueron para ti. Probablemente contigo ni si quiera necesitaba las palabras. Era otro lenguaje. Eras otro idioma. 

No querías conformarte, lo sé. No querías pedir más, lo sé. Y eso eres tú, el núcleo de la contradicción que nace y se autodestruye, que renace y vuelve a inmolarse. Eras esa flor de la historia interminable: te impulsabas tú misma, te movías sola, por más que juraras que desconocías el sistema. Yo sé que no. 
Eras ese torbellino de preguntas sin respuestas, de raíces que crecían directamente en ramas y se expandían infinitamente, enrevesándose cada vez más. Eras la fuente de tu propio descuido, de tu pérdida y búsqueda al mismo tiempo. Pedías constantemente un mapa, un manual para entenderte, cuando realmente no lo necesitabas. Los ciegos saben leer, de otra manera, y tú no lo quisiste creer. 

Me gustaba pensarte, construirte a mi manera, y temía acercarme demasiado y averiguar lo contrario. Quizá no tuviera el valor para hacértelo entender. Puede que esperase demasiado de ti. Tenías ese océano incontenible de locura que me enamoraba, esa capacidad para deshacerte en un segundo. Podía leer fácilmente cómo, qué, cuándo, en qué magnitud, pero mi instinto estaba muy por encima de tu claridad. Hasta que de repente te volvías tremendamente compleja y no podía abrir las puertas porque ahogabas todo aquello que no eras capaz de decir. 

De acuerdo, yo también lo hice. Elegí lo que debía contarte. Te conté cosas sin importancia, algún que otro recuerdo. No sabes cuántas historias, reales o imaginadas, soñadas o pensadas, pude darte a conocer. Decías que no importaba la procedencia si la historia te hacía sentir algo que pudieras recordar y quisieras repetir. Solamente no lo mencioné. Tu confianza ciega, tu facilidad para creer, esa inocencia encantadora y desesperante a la vez. Eso me detenía cada vez. 

Decías que yo era libre, que tenía miedo al compromiso, que era un inmaduro, que actuaba por impulso y no sé cuántas cosas más. ¿Supiste alguna vez cómo te veía yo? ¿Te dije alguna vez cómo eras para mí?
Yo también vi todas esas cosas en ti. Por eso me gustaste tanto al principio. Por eso volví. Tal vez por eso también me fui. Eres fácil de impresionar y en algún momento dejarías de sentirte astro en órbita. Nunca quise eso de ti, y sé que no podías negarlo, que no podías evitarlo, pero tenías razón: estábamos en órbitas diferentes. 

Me habría gustado que te vieras con mis ojos, que comprendieras que no fue lástima ni ganas de huir. Si te hubieras visto alguna vez así, mientras dormías, mientras te perdías en tus lagunas extrañas, mirando las nubes cuando caminabas, o el sol esconderse en aquel callejón. Me enamoré de la niña que leía en aquel rincón un invierno. Me volvió loco aquella primera sonrisa de verdad. Me gustaba tu facilidad, tu torpeza, tus choques y tus desenfrenos, la candidez con la que te tomabas las cosas, la hipérbole natural de tu ser. Tu forma de ser, tu lentitud, tu aletargamiento de lirón perezoso. Tu boca, el hueco de tu locura, la manera de transmitirme lo que todo significaba para ti. 

No fue suficiente. No eras lo que yo necesitaba. Tú lo sabías, yo también. Y te diste la oportunidad, te convenciste por un corto tiempo de que tal vez las cosas saldrían como tanto tiempo habías soñado. Y caíste desnuda, deshojada, en una realidad en la que dormiste, viviste, fuiste conmigo, y que ya no sería así nunca más. 
Te deshice. Te destruí. No niego mi responsabilidad, mi error cometido. Yo también me pierdo y me confundo, y tú me confundías, mucho. Bien y mal. Sabías qué opción era la mejor, la más difícil de tomar, pero, ¿qué podíamos hacer? 

Hablábamos de otra forma. Simulábamos entendernos. Jugábamos con reglas parecidas que al principio se complementaban. Después, tú ya no te adentraste más. Eché de menos algo, algo que no sabía si algún día vería en ti, algo que no sabía exactamente qué era, qué podía ser. Ahí decidí soltarte la mano. Tu sonrisa colgando. Tus nervios rompiendo platos, tu barbilla temblando. Tu refugio que ya no lo era.  Tu sueño tonto, tu primer amor platónico, como decías. 

Ciertamente no puedo borrarte, ni volver a dibujarte. No me gustan las caricaturas. No puedo convertirte de nuevo en carne, pero no sé cómo disipar el humo. Es una debilidad que me trastoca, que no entiendo. Hace que me desconcentre, que deje de pensar en el mundo de los adultos pero no me deja ser niño otra vez. Puede que realmente sí alcanzaras a verme, a conocerme entre todas aquellas historias inconexas. Puede que sí entendieras lo que las cosas significan para mí, mi manera de entender, de ser, de ver y vivir. Somos dos polos opuestos que sí se tocan en algunos extremos, a un nivel muy básico. Y eso no cambia lo que sentía, lo que todavía siento. 

No puedo escribirte todas las cosas que nunca te dije, que no fui capaz de confesarte. Tú querías descorrer el velo, decías, y no sé cómo decirte que tampoco existe ese misterio del que tanto hablabas, del que estabas plenamente convencida. Luché por destruir mi pedestal, luché contra tu propio convencimiento y perdí. 
Sé que no me buscas entre la gente, sólo en tu cabeza. Sé que no preguntas, que ya no crees que merezca la pena. Sé que te alegras, que supones que es todo perfecto, que está todo bien. Y yo sé que aún te afecta, que avanzas, que retrocedes, que te hundes y vuelves a levantarte. Aún piensas que el sistema sigue siendo desconocido y no sabes que el mapa está trazado en las palmas de tus manos, en tus cicatrices, en toda tu piel, en tu memoria caótica. 

Caótica y contradictoria, pequeña y frágil, terca y cabezota, decidida a no dejarte convencer. Ésa era otra guerra que yo no podía seguir batallando. Y lo triste de esta historia es que es un final sin final. Es un punto y a parte que continúa suspendido, pero no es el fin del libro. Porque sigues apareciendo, vienes con ésta o aquella canción; con el invierno y un sorbo de café; con las flores amarillas de abril; con las madrugadas azules de un verano a medias; con las hojas caídas y las ramas desnudas de octubre o noviembre. Eres el huracán que nadie ve pasar, al que se acostumbran e ignoran, que deja huella, a veces vacío, a veces devastación, y uno no sabe si anhelarlo o echarlo de más. 

En realidad no pude elegir. En realidad, no pudo ser. Si ni si quiera sabíamos hablar, ¿qué nos hubiéramos dicho con el paso del tiempo? Por otro lado, sigues siendo una canción que alguna vez, de tanto en tanto, necesito escuchar. 

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