Con la prisa metida en el cuerpo, la
incertidumbre de no saber si llegas o no a tiempo, pensando que quizá
la temperatura haya bajado demasiado... Y, de repente, surge él, en
mitad de una calle abierta, a penas una hora después de amanecer.
Así, ni grande ni pequeño, completamente redondito, tímido y
brillante, cegándote con uno de sus rayos. En un momento, en un
segundo, haciendo que te olvides de todo, y entonces te das cuenta de
que todo ha cambiado. Y cuánto...
Es triste pensarlo, imaginarlo como “el
último sol del invierno”, pero a la vez tiene fuerza, aunque aún
parezca frío, y la gente sabe que algo se está moviendo. Se nota,
se palpa perfectamente en el aire, en el cuerpo, en las ideas. Es lo
que te impulsa a salir a la calle, lo que te piden tus mejillas,
deseosas de que las acaricie de nuevo. Sabe cómo hacerlo, y me
encanta esa revolución suya tan silenciosa.
Desde el mismo momento en que te nubla
la mente, trata de anunciarte lo más importante. Adiós frío,
adiós. Aún nos veremos algunos días más, pero por poco tiempo.
Los meses giran como si fueran parte de una ruleta y él está
reclamando una posición más cómoda, donde pueda lucir espléndido
y completamente dorado en su trono azul. Y a mí me encanta que
despida febrero de esa manera tan suave y discreta, porque es así
como se dejan las mejores huellas.
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