martes, 29 de enero de 2013

Save the whales

Y así estaba yo, como una ballena varada en la orilla, muriendo asfixiada poco a poco bajo su propio peso, lejos del agua, de la vida. En realidad estaba tan cerca, tan cerca... pero no podía moverme, y no me moví. Simplemente el agua rozaba mis pies, cerré los ojos al sol y me quemé al más puro estilo guiri sin crema. Al final las olas me alcanzaron y la sal me abrasó la garganta. 
Me fui a casa arrastrando los pies, con un dramatismo surrealista. Tenía una especie de cartel en la frente que decía: Tristeza mortal, y la gente me miraba raro. Por supuesto, hubiera pasado perfectamente por ser una gamba gigante, pero yo no me veía así. Era mi momento de gloria, mi momento de víctima del universo infinito. Qué orgullo.
Al entrar en casa y ver semejante espectáculo, la bronca fue de aúpa, por supuesto. Los lloriqueos de la siguiente semana se acordaron de todos los santos difuntos de esa tristeza mortal/papelón de mi vida.

Y ¿por qué? Pues resulta que todo tenía que ver con un tío. Para variar, lógicamente. Nada más acabar el curso, después de una persecución festivalera/musical por varias ciudades, de quedadas, achuchones y revolcones, el niño me soltó aquello de "no sé lo que quiero, pero no quiero hacerte daño". Yo con la cara de tonta me vi diciéndole al más puro estilo Farewell song: byebye! Everything's ok. Y la criatura emigró a otro país, en busca de la princesita caprichosa. 
Auch, man. Así que ahí estaba yo, de vacaciones, quemada como una hamburguesa chamuscada, mirando el infinito techo blanco de mi habitación. No me salían ni las lágrimas, supongo que porque ya lo sabía. Lo cierto es que era hasta gracioso. El muchacho era muy predecible en verdad. Aquel día se me cayeron todos los misterios por los que me había enamorado, aunque a ratos volvían, ya difusos, muy diluidos. 

Después de una semana recluida del sol, salí a la calle toda emocionada, con una sonrisa tipo =D y dispuesta a comerme el mundo. Pero en cuanto llegué a la playa... Ay, Dios. El espíritu de la ballena me poseyó y me tiré en plancha en la arena, hecha qué sé yo. Y allí me quedé, hasta que se hizo de noche, pero de noche de verdad. 
Las estrellitas fugaces pasaban y a todas les pedía el mismo deseo, que aquello se arreglara, que volviera a empezar. En verdad no sabía qué hacer con mi vida, cómo ocupar los días, con qué distraerme. La tristeza mortal se convirtió en suspensión y lo único que se me ocurrió fue buscar una canción, pero ninguna me alcanzaba.

Ya  no valía de nada cerrar los ojos y olvidar el tiempo, las nubes, las risas, su mirada y todas las locuras que hice para encontrarlo en mi camino. Llegué a la conclusión de que había forzado demasiado las cosas. Claro, yo sólo quería que el creyera que eran casualidades y... =( Al principio funcionó. Pero...
Tuve que ponerme seria, ya no podía seguir siendo tan cría como estaba siendo. Si quería llorar, tenía que llorar. ¿Cómo? Obligándome a caer, tocando fondo yo sola. Y me tiré al vacío. Me leí todos los libros más tristes que tenía, escuché todas las canciones de amor y soledad que me sabía, vi todas las películas crueles, tristes y duras que me gustaban, recordé con mis amigas momentos inolvidables perdidos ya para siempre... Y qué sé yo. Caí. 

Llegó el momento de levantarse. Un día a las 6 de la mañana con los ojos como platos, me vestí, desayuné y me largué de paseo. En la playa tuve uno de esos momentos peliculeros junto a la orilla, el sol saliendo, el silencio roto por las olas... y el perro babándome la ropa y las manos para que le tirase la dichosa pelotita. (También tuve un momento a lo vigilantes de la playa, porque el muy imbécil se metió en el agua a por la pelota y en vez de salir, entraba más y más). 
Así que en ese escenario tan maravilloso y teatrero, pensé. Pensé mucho y llegué a la conclusión, no podía haber tenido nada real en verdad, porque jamás me había prometido nada, nunca me había dicho un "te quiero" aunque fuera de mentira ni nada de eso. ¿Cuál era mi camino? El que se fuese dibujando. Simplemente dejaría que fuera pasando el tiempo y... bueno, ya encontraría la salida o me ahogaría en el momento. Qué más daba, ya llegaría y pasaría algo. Y entonces a lo lejos empieza a llegar la madre de las tormentas...
Llegué a casa babada, con las bragas mojadas por haber rescatado al chucho y con los churretes de rímel que las magníficas gotitas, qué digo gotitas, goterones me habían dejado. 

Poco después acabaría el verano y la ballena abandonó la playa. Y estando a unos 200km del señorito "no sé lo que quiero", alias el pájaro inalcanzable, sujeto de mis sueños nocturnos, me hace saber un día la hermosa criatura que quiere hablar conmigo. ¿De qué? No se sienta y pregunta ¿qué tal estás? No, atajó y fue directo. Hablar de nosotros, de qué pasó.

- Ah, pues tú sabrás. El que cogió un avión y se marchó fuiste tú. 

Así que la sonrisa con patas, mariposa divina, lo volvió a echar de su vida. Otro capricho en su hermosísima historia de amor que acababa con él sentado en un bar contándome lo mucho que se arrepentía, el cúmulo de errores de aquel verano, la posible cosita que sentía por mí, eso que llamó sentimiento... blablablá. Y yo con la pokerface, sin saber si llorar, si darle un tortazo y largarme, me quedé callada y pensando. Al rato perdí el hilo, no estaba escuchándole ni mucho menos, y cuando me preguntó: Bueno, ¿y ahora qué va a pasar?, me limité a encogerme de hombros y tirarle la bolita que hice con una servilleta.
Me acompañó a casa, me hizo mil carantoñas y por mucho que lo mirase a los ojos, el encanto se había perdido.

Para cuando quise aceptar que quizá me estaba diciendo la verdad, que venga, vale, vamos a intentarlo, aunque ni si quiera había perspectivas de relación seria/liberal y/o semejante, me di de bruces contra el suelo. Las exigencias del guión decían claramente que no podía esperar y eso que la demora no duró ni un mes entero, pero él ya había encontrado otra sonrisa con patas, y el cartel de tristeza mortal no fue lo suficientemente certero como para segarle el pescuezo. 
Otra vez mirando el techo blanco infinito, pero ésta no es mi habitación, ésta no es mi cama y sin playa en la que vararme, simulo aceptar los hechos tal como vienen, mientras algo se me pudre dentro. Ay, Dios... Mis tropiezos maravillosos y yo. 
A día de hoy, él es feliz, sonríe al lado de otra mariposa divina y no se habla con la caprichosa. De vez en cuando se acuerda de mí, se ríe irónicamente de alguna de mis ocurrencias y yo me quedo con las ganas de matarlo, desollarlo, llorando preguntándome por qué es tan cruel. O a lo mejor es el efecto boomerang del cartel tristeza mortal. 

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