lunes, 29 de diciembre de 2014

Pequeña Perra Rabiosa

Se nublan los cielos y la luna muere en tus ojos. Se vuelven locura y tu sonrisa es un simple "no me conoces". Durante mucho tiempo fue así: no te conocía, pero ciertamente, así llegué a ti. Como los niños pequeños cuando fingen desaparecer tras sus manos, tratando de hacerte creer que ya no están, así era tu juego. Quizá no te viera de frente, ni tampoco aquello que escondías, pero de espaldas uno también deja huellas, como tú las dejaste. 

Tu sueño habría sido poder caminar hacia atrás y eliminar cada uno de tus pasos. La luna moría en tus ojos y se fugaba por otro lado. Ella también se escondía; no era fácil encontrarla, aunque es muy difícil ocultarse cuando uno brilla más de lo que se imagina. 

Sólo necesitabas que alguien empujara, que insistiera para robarte esa sonrisa maliciosa e hiciera algo con tu locura. Sólo necesitabas que alguien te escuchara y empezar así a poner orden y coherencia a tanto enigma. Así tu luz no sería tan potente ni tan molesta para, por fin descubrir, que tus ojos no eran tan amenazadores, ni tú tan sobrecogedoramente extraña. Sabías ocultarte muy bien, simplemente para no hacer daño, para no hacerte daño. 

Pero cuando uno lleva mucho tiempo en la sombra; cuando la carga interna es tan pesada, un día se produce el colapso y la energía empuja por salir, por brotar de tus venas y expandirse por el mundo. Entonces no se canaliza y destruye, derriba, confunde, se pierde, se aleja y rebota contra todo lo que hay a su paso. Se haría necesario un muro de contención inmenso, una fuerza superior capaz de reducirla y reprimirla, para devolverla de nuevo a su hoyo, adormecida, lista para volver otro día. Y, sin embargo, ésa no sería la respuesta. 

Era cuestión de tiempo. Algún día tú también te dejarías ver, tú también caerías de rodillas ante la vida y ya no serías inmune, ni serías su excepción. 
Tú también lo sabías y eras toda una experta es esquivarlo. Sabías cómo dejar a un lado cada cosa, hacerlas a su tiempo, sin dar nunca ventaja, ganando la carrera antes de empezarla. ¿Te servía de algo? 
El día que la ola rompía un pedazo de acantilado y éste se perdía en el océano, no había nadie para verlo caer. La gente sólo espera y se queda mientras se muestra la cara buena, y tu sonrisa vacía era una mueca que a todos satisfacía. Nadie pensaba realmente, nadie ahondó nunca en esas brumas que son tus pensamientos. 
¿De quién era la culpa? ¿Tuya? ¿Ajena? Eso tampoco te importaba, hasta que lo tuviste en cuenta. 

Un día cualquiera nos rompen los esquemas. Un día cualquiera, sin más, ocurre algo que nos hace expulsar toda la rabia acumulada, toda la incomprensión, todo el dolor. Vomitamos esa parte de nuestra existencia, aunque podríamos vivir sin tener que acumular y vaciarnos indefinidamente.
A veces es una cuestión muy simple: no saber manejar las propias emociones, y con ellas, los sentimientos. Se lidia una batalla entre la razón, la sinrazón, la irracionalidad... Nos confundimos, nos perdemos y aprendemos a dejar de reconocernos, negándonos a buscarnos, incluso a intentarlo. Ahí la cuerda se rompe y el pozo nos atrapa. Eso es lo que ocurre cuando tus ojos se tragan a la luna: la retienen dentro, dentro de ti, pero perdida en alguna parte, y no logras encontrarla aunque esté sobre tu cabeza. 

Retrocedes mecánicamente cada noche, y por la mañana estás lista para volver a empezar. Finges que el sueño te libera, y es otra prisión por la que vagas, dando tumbos en busca de la luz perdida. Quizá un único rayo de luna calme tu ansiedad lobuna, pero tu instinto insiste, agazapado, latente, esperando que relajes los hombros para intentar escapar de nuevo. 

Lo único que necesita ese aullido salvaje es que alguien lo escuche. Lo único que necesitan esas dos orejas estáticas es que alguien las divise y procure acercarse. Hay que aprender a leer, hay que releer y asegurarse de interpretar, nunca hacer lo contrario por descuido, por falta de ganas y atención. Hay que ser receptivos y estar dispuestos a descubrir, a sorprenderse de verdad. Al fin y al cabo, ¿qué podemos ocultar? 
El monstruo que todos somos, que habita en cada uno de nosotros, ése que se alimenta y vive gracias a nuestro dolor, de nuestras decepciones y del sufrimiento que nos puede inundar.... Ese monstruo no es siempre un monstruo, tampoco es eternamente un ángel: hay un ser intermedio, un ser que debería portar el equilibrio y luchar por mantenerlo. Todos podemos ser las tres cosas unas veces, y otras menos, pero no siempre, y para siempre, somos sólo uno de ellos. 

El miedo que asomó por fin a tus ojos, cuando caíste al suelo y te hiciste humana, es el miedo que todos sentimos, la voz que a todos nos ha atormentado alguna vez. 
Solamente necesitabas cerrar la puerta, dejar que las cosas se normalizaran un poco y así nunca se rompería el círculo. Ahora tienes que abrir también las ventanas y tratar de dejar que se vea. Desnudarse no es fácil, dejar que todos te vean no garantiza nada, sobre todo si nadie hace un esfuerzo por mirar más allá de esa desnudez. Todo ello requiere valor, un valor que el miedo, el auténtico y más simple miedo, frena con una pequeña duda. Esa pequeña duda puede desencadenar mil infiernos, haciendo de ese miedo el peor enemigo. 

No eras ingenua porque sabías lo que te sucedía. No eras de hierro porque realmente te afectaba. Jugar a esconderse, a guardar secretos como los críos, eso ya no eran ficciones, inocentes historietas. Y a pesar de todo, de no saber decir las cosas de otra manera, te dejaste descubrir. Porque tu luz ciega unos instantes y después ya todos evitan mirarte; permanecen eclipsados, seducidos bajo ese encanto. Tras la bruma no hay tanto misterio, sólo una chiquilla asustada que se hace mayor y carece de los medios para avanzar sin autodestruirse. 

Decías entonces que ésa era tu única forma de continuar , la única guía que no te dejaba ir más lejos y enredarte más. No importa, amor, no importa. El tiempo pasa y nos permita olvidar ciertos matices; para que no recordemos con intensidad, aprendemos a obviar y a separar los días, las sensaciones: aprendemos a medir la importancia de las cosas. Unas veces aprendemos demasiado pronto, otras a tiempo y alguna que otra, demasiado tarde. Hay quien nunca aprende, aunque sepa que su vida depende de ello. 

Sólo necesitabas un momento, un abrazo y un beso protector para liberarte. Ninguna cadena más pesada ataría esa rabia perruna, porque no hay un perro detrás de esa sonrisa irónica y enigmática, sino un lobo alejado, solitario, perdido en un mar de tormentos y aullidos, en un océano insondable que no lo mata, pero que tampoco le permite vivir. Solamente eso: no puede vivir. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario