martes, 2 de diciembre de 2014

You know that I'm not good

Para empezar a hablar, hablo muchas veces de banalidades diarias y tontas. Hablo del tiempo, del frío o del calor según sea la estación. Y la lluvia, su ausencia o su presencia siempre es importante, real o metafóricamente. A ninguno nos gusta tener los pies mojados, supongo, y si podemos, evitamos el charco. Pero a veces tenemos esas ganas irremediables de meter el pie de lleno y saltar, sin importar a quién salpiquemos y lo perdidos que nos pongamos. Ése era el tipo de cosas que te gustaba hacer, según decías, de pequeño. Un charco era un mar desconocido, con islas desiertas a las que cualquier pirata querría llegar. Pero una vez trazada en el mapa, ¿qué más ofrecía la isla ya descubierta? 

Trataba de imaginarte con aquellos rizos salvajes y esa mirada tan enigmática con unos 8 o 10 años. No fui capaz. Intentaba darte una expresión más relajada, diferente, como aquella mañana en lo alto del reloj. Juraría que el horizonte te tenía atrapado, que las olas te hablaban en un idioma que ya anteriormente conocías. Nuevamente no supe qué pasaba, qué pensabas. Entonces era un tú, un yo, un nosotros. Ese instante sólo eras tú. Tú. TÚ. 
Habría olvidado aquellas vistas o aquellas noches sólo por saber qué se te pasaba en aquel momento por la cabeza. Qué tenía aquel faro a lo lejos, aquel muro de piedra para ti. Aunque no es difícil adivinar: un animal deja rastros por donde quiera que pasa, lo único que yo tardo más en percatarme de sus huellas. 

Volvía a ser el puzzle complejo difícil de armar. Volvía a ser el día y la noche. Mi estupidez contra tu forma de ser. Mi estupidez contra ti mismo. Mi estupidez contra mi propia estupidez. ¿Sabes qué? Volví a perder. Me juré que no, que las tonterías se pasan a cierta edad, y me creí ya mayor. Lo suficiente como para saber lo que hacía, que ya no se cometen errores por segunda vez cuando aprendes que el dolor no merece la pena. Me subestimo a menudo. Nunca deja de sorprenderme mi agudez mental, mi maravillosa inteligencia. 

Teníamos todo el tiempo del mundo. Teníamos el mundo entre las manos. Nuestras manos se enlazaban. Si se enlazaban, ¿qué podía fallar? No fallaba nada si no había una promesa. No prometimos porque lo consideramos innecesario. Era innecesario porque los dos queríamos. Queríamos porque nos gustábamos. Nos gustábamos porque... Porque un día me devolviste la risa. Sin la risa no se puede vivir. Yo no sé vivir porque no sé reír, reír de verdad, como una niña. 

En aquellas noches que me contabas, siempre te imaginaba pequeño, mirando el cielo inmenso con una media sonrisa, media pero de pura satisfacción. Y le ponía formas, colores, aromas, sonidos, movimiento, grosor... a todas las palabras que salían de tu boca, que yo no veía, que procuraba recoger, que intentaba apresar. ¿Qué podía tener más valor para mí, a parte de tu presencia? Tus palabras, tus historias. Las pocas veces que hablabas de ti, las pocas veces que parecía que ese velo se iba a correr. Y es cierto: tenías que explicármelo todo. 
Automáticamente me censuraba. Me arrinconaba a mí misma en una esquina pequeñita, una caja, un hueco azul oscuro perdido en un fondo negro. Agachaba la cabeza, me encogía y me ponía a llorar. Nunca llegaría a ti, nunca llegaría a conocerte pero... ¡me hacías reír tanto, me hacías sentir tan bien, me dabas tanto...! Todo lo que no creía que pudiera llegar a sentir, para bien, para mal. E intenté convencerme. Si tú aún no te habías ido, era porque de algún modo podíamos. 

Me vuelve a pasar. Que te escribo sin saber de ti. Que te pienso sin darme cuenta, por más que intento reprimirme, que me riño en cuanto soy consciente. Me puede el pulso, la mano con la que no sé hacer grandes cosas, con la que sólo sé trazar, pintar rayitas y palitos que acaban sacando la locura bestial de mi cabeza. Las dos ideas acordes que me quedaban se funden y me anulan. Las otras me abandonaron esa misma noche. No. Claro que sé que no volverán. Se fueron contigo.  Son producto de la confianza, de la sensación de que todo va viento en popa. 
Y así, como un barquito velero, me veía feliz y sonriente manejando mi timoncito. Estaba empezando a izar las velas. Dejaría que las cosas siguieran así, que llegáramos a donde tú quisieras. Los últimos días había ido aprendiendo un poquito. Empezaba a comprender-te. 
No soy buena para escuchar las medias voces, sólo los gritos y los estruendos. Yo miraba de frente, no veía las nubecitas transformándose en un nubarrón plomizo. Plomizo. Plomo. Ésa fue mi sensación. En cuanto me miraste y se me quitó la sonrisa de beata inocente, me di cuenta. Esos momentos son los únicos en los que he aprendido a leerte perfectamente. Es la única sintonía que tengo contigo: las malas noticias. 

Hace exactamente tres meses. Soy una enferma. Te juro que me reniego, que me enfado de verdad cuando me descubro pensando de nuevo, y sigo sabiendo cuántos días hace que no te veo. Bueno, en realidad, eso tampoco es cierto. La verdad es que te he seguido viendo. Pasas de largo cruzando una acera. Miras al lado contrario si cruzo la calle por delante de tu coche. Giras sobre ti mismo si estoy al otro lado de la barra. Miras por la ventana o los cristales de la puerta antes de entrar. Tu gesto mudo y serio. Saber que me atraviesas si por casualidad estoy debajo de tus ojos. Me tiembla la barbilla nada más mirarte. Me tiembla todo el cuerpo en cuanto pienso que te he visto a cien metros. Si solamente pienso que eres tú. 
Cuántas veces huyo para llorar sola y me meto el puño en la boca para ahogar el sonido. Cuántas veces espero a que te vayas, posterior bronca de un jefe que dice que no atiendo, que vaya pensando lo que quiero hacer, si es necesidad o simple capricho, pero que está claro que no es mi prioridad. Y supongo que le puede ver mal a su amigo, que hay quienes no saben que no tienen por qué escoger. Pero si le duele, si te duele, abandono para siempre. 

Llegué a esta cafetería de casualidad. Mucho antes de verte. Mucho antes de que cambiase de dueños. Siempre me imaginé que algún día fuera mía. Esos primeros amores sin sentido, ya sabes. Un capricho bonito, ese algo que uno siempre habría querido tener, aunque fuera en la imaginación. Y en aquel rincón se me consumió la imaginación hace mucho tiempo, pero no se me pudrió la fantasía. Ésa no se muere, sigue existiendo, aunque yo no sepa vivirla. 
Hace como dos horas que se me ha helado el café. Este año hace muchísimo más frío. Es un noviembre triste como hacía mucho que no recordaba. Tengo esa sensación molesta en los huesos, el nervio en el pecho. Éste es mi último vistazo por la ventana, igual que aquel día en lo alto del reloj. Ahora sé por qué no me llevaste al muro, por qué no me acompañaste al faro. Sus fotos son mucho más bonitas. Ella en sí es mucho mejor. No es un simple puzzle descolocado que eres incapaz de encajar con tus piezas. 

Cosas de la vida, la suerte, el destino, la casualidad... A mí me tocó venir desparejada, contradictoria, confusa y ella vino perfecta, perfecta para ti. No es cuestión ya de echarte el pulso, de sentir rabia, miedo, lástima, dolor, de intentar. Sé que no viste nada. Sé que te volviste a equivocar. Sólo me duele no ser, no poder ser, no tener en mis manos la solución, pero no me saldría fingir. 

Yo sólo quería inventar. Creía que podía inventar contigo, intentarlo al menos, pero ya hemos visto que no. Que es imposible porque no sé ni cómo mantener una conversación contigo, hablada, escrita, ni si quiera imaginaria. No hablo tu idioma aunque tú comprendas el mío. Es mi problema, mi mente estrecha, mi locura y mi oscuridad, las mismas que te alejan.

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