miércoles, 25 de junio de 2014

Misterios del insomnio

"...pero yo me he guardado las semillas en el bolsillo, para no echar raíces en la persona equivocada, otra vez".

Cuando tomamos firmemente una decisión, no pensamos necesariamente en las consecuencias que ésta tendrá, ni si la vida nos sorprenderá de nuevo con un giro inesperado, grata o insatisfactoriamente. Pero suponiendo que fuese lo que uno más desea, después de mucho tiempo, sin haber perdido del todo la esperanza, una vez que ocurre aquello que tanto ansiaba, ¿se está realmente preparado para ello? ¿Ocurren las cosas como uno había esperado? ¿Sabemos enfrentarnos realmente a lo que nos depara el destino? Seguramente no, que es cuestión de saber estar y dominar los nervios, y unos lo hacen mejor, otros peor o ni si quiera saben por dónde empezar. Eso mismo le pasó a Maya.

Hacía mucho más de un año que no se cruzaba con Lorenzo. Sabía de él de oídas, de rumores, de algún amigo en común que la recordaba y aún la saludaba. Pero había aprendido a no buscarlo. Algunas veces intuía que estarían a la vez en el mismo lugar, y jamás se encontraban. Quizá fueran sus ganas, sus ilusiones, a pesar de que ya a penas tenían la fuerza del principio. Y seguía habiendo algo que se resistía a abandonarla: sentado frente a ella, con aquella sonrisa pícara, la mirada fija y clavada y ese aire salvaje que sólo él poseía. Eso era todo lo que recordaba de él cuando cerraba los ojos. El tiempo había ido desgastando el recuerdo y si se cruzaba con alguna fotografía suya, por casualidad (un tanto buscada, por supuesto), le costaba un poco identificar a aquel muchacho como la persona que solía sentarse frente a ella en otros tiempos. 
Seguía pensando que había perdido mucho, por no decir más. Y aunque lo intentase, seguía habiendo algo que la ataba a él. Otros "amores" habían llegado, pero cada vez eran más fugaces y ninguno, ni uno solo de ellos, logró equipararse a Lorenzo. Era absurdo porque ni si quiera tuvo tiempo de vivir algo con él, ya que eligió a la Gata con cara de luna y le dijo que se buscase a otro (sí, que le cuidasen la sonrisa, porque él era un inmaduro, un incapaz). 

Una noche de principios de verano, de éstas un tanto revueltas, cuando de repente te sorprende una tormenta épica en medio de un bochorno insoportable, Maya estaba sentada en el suelo, leyendo y releyendo, tachando, seleccionando, borrando, deshaciéndose. Abochornada, sumida en un mundo a parte, gritó desesperada ante el estallido de la tormenta del siglo. Enfadada, cerró la ventana y más tarde, tratando de dormir, fue incapaz. Así que, volvía a estar sola, con la luz azul entrando por la ventana a la hora de siempre, sin sentirse verdaderamente cansada o pesada, aburrida de darle vueltas a las cosas. 
Un par de horas más tarde salía de casa en dirección un tanto desconocida. Le había dado por dar tumbos. Había días que se deshacía de sus manías e itinerarios, por simple curiosidad, por impulso clitórico, o la vaga idea de encontrarse con algo o alguien. Al final siempre volvía a casa desesperanzada. ¿Por qué en una ciudad que realmente no era tan grande, nunca se encontraban? Y se pasó de largo la puerta de su cafetería. 

Llevaba un tiempo planteándose si pedir trabajo o ser parte del mobiliario. Lo suyo iba por épocas: unas no había Dios capaz de despegarla de la silla, y otras era imposible verla por allí. Ahora estaba experimentando una nueva variedad: la intermitencia. Entró, pidió su café ardiendo y se sentó. Se quedó medio traspuesta dando vueltas con la cucharilla, perdida en aquellos últimos días sin un sentido lógico, especial, una regla que seguir, un destino al que mirar. Se sentía extraña, confundida, cansada de todo lo mismo y le faltaba algo, ese algo auténtico y verdadero que hace que no todos los días sean iguales. 
Y en ese momento de ensimismamiento, la campanilla de la puerta sonó, con aquel ruido que tanto la desesperaba. Los sonidos agudos o estridentes la irritaban especialmente cuando había dormido poco o nada. Pero se quedó mirando la puerta como si hubiera visto un fantasma. ¿Podría ser...?

No supo qué hacer, no podía huir, porque aunque la mesa fuese la última de todas, se veía perfectamente desde la puerta. La fuerza de sus músculos la abandonó y sintió que perdía el equilibrio aun estando sentada. No sabía cómo comportarse, así que hundió la frente entre sus manos, como si allí estuviera la solución. Por un momento pudo verlo: sus aires de estar por encima de todo, las gafas de sol que tan bien le quedaban, esa sonrisa que siempre parecía querer decir algo más... 
Apoyado en la barra, no se había dado cuenta de que Maya estaba sentada en el mismo lugar de siempre. Sin quitarse las gafas, hizo un breve recorrido con la mirada hasta que tropezó con ella. No era la primera vez que la buscaba pero no tenía por costumbre acercarse, por no hacerle daño, por dejar las cosas como estaban. Alguna que otra vez la había visto, un momento fugaz, entre la multitud, o sentada sola en aquella misma cafetería. Y a lo mejor las intuiciones de Maya no estaban tan lejos de la realidad, cuando en mitad de una plaza se daba la vuelta, creyendo que de un momento a otro se iban a encontrar. Pero no tenía sentido, sólo eran cosas suyas. 

Lorenzo solía decir que era él quién escogía sus pasos, quien construía su camino. Las creencias sobrenaturales no eran lo suyo. Era más bien pragmático, necesitaba concretarse y ceñirse a los hechos según vinieran. No esperaba grandes cosas, no dejaba escapar oportunidades. Retrasaba las elecciones hasta el último segundo, aunque de alguna manera siempre sabía cuándo dar el paso, cómo conseguir el efecto que quería, y puede que en realidad siempre estuviera maquinando. Tampoco podía negar esa otra parte suya, aquella que sabía que con Maya podría haber nacido, ésa que por las mañanas lo hacía despertarse sin ganas de salir de la cama, sin ganas de comerse el mundo, porque no era necesario estando con la persona a la que quería. 
Echaba de menos aquellos días. Le gustaba intentar las cosas, poco a poco, viendo cómo se transformaban éstas a su gusto, un poco simplemente por jugar y ver qué pasaba, y sin admitirlo, porque le gustaría ver que las cosas iban más lejos y le daban por fin alcance. Con Maya había sido lento, quizá más fácil de lo que él esperaba, pero le encantaba la parte más dulce, más sencilla de confundirla, de atraerla, y que ella se perdiera en su complejidad, porque no encajaban. No tenían nada que ver, no hablaban a un mismo nivel, y quizá por eso lo intentaba, quería probar. Y entonces, ¿por qué se echó atrás? 

Creyó. Se dio cuenta de que no podía ser un simple juego. Su Gata con cara de luna era más afín a él. Conectaban más, tenían esa complicidad que surge fácilmente, sí podían entenderse sin mediar palabra. Con Maya necesitaba construir todo desde un principio, quizá renunciar a algunas cosas a las que no estaba dispuesto. Tampoco preguntó y antes de aventurarse, prefirió elegir el camino que ya había transitado. No por ello perdía el interés, y aunque pensó que Maya desaparecería con el tiempo, de alguna manera era un algo latente. Despacio, muy suavemente, de vez en cuando, sin esperarlo o conscientemente, asociaba algo a su nombre, el lunar de su labio, sus pestañas, sus gestos de desconcierto o su estallido inesperado en risas. La diferencia era que Maya no sabía utilizar su encanto, que había que explicarle las cosas. Gata no, y las demás tampoco. 

Con su descaro particular cogió su desayuno y avanzó hacia la mesa. Cuando Maya sintió el posarse de los platos, levantó lentamente la cabeza. Lo miró sin decir nada, mientras se sentaba sonriendo, pero de una manera como nunca le había visto hacerlo. ¿Asomaba la culpabilidad en aquella expresión? ¿O era un simple truco para volver a empezar? No estaba preparada, no. Siempre supo que nunca lo estaría, pero de algún modo ya no era lo mismo. Había pasado mucho tiempo entre él y su recuerdo, y sabía que era cuestión de tiempo que lo superara. Otra cosa era cómo iba a hacerlo, cuál sería el medio y de qué manera acabaría la cosa. 
Ni corto ni perezoso se deshizo del silencio con un simple "Hola, cuánto tiempo" y esperó. Maya en versión estatua, viviendo en una dimensión paralela y viendo un montón de chiribitas a través del ojo izquierdo. No, definitivamente aquel día escapaba a su control. Respondió un tanto seca, pero más que eso, fue tristeza un tanto resentida. Ahora quería ver cómo se las arreglaba, qué quería, si simplemente era algo casual o si los días traerían más sorpresas. 

Tuvo miedo a que se la ganara. Tuvo miedo a reír de nuevo fácilmente con él y que le volvieran las ganas irremediables, incontenibles. Había cambiado, parecía que había sentado un poco más la cabeza, pero eso quizá sólo los separaba aún más. Ella también era un poco menos niña, bastante menos cerrada y dispersa en ciertos aspectos, un puzzle revuelto difícil de armar. Lorenzo notó que tenía a alguien muy distinto frente a él, que de alguna manera se había solidificado una parte de Maya, mientras que la otra no oponía resistencias. Parecía más accesible, más fácil de tratar, y si quería llegar lejos, esta vez iba a costarle de verdad. Pero no parecía importarle tener que perder algo, tener que renunciar. Y no había por qué mencionar que la Gata ya no estaba. 

El resto de la mañana se hizo un segundo que se unió repentinamente con la tarde. 

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