viernes, 12 de abril de 2013

Al borde del camino

¿Sabes a qué le tengo más miedo? Al silencio. Eso es lo que más temo de verdad en esta vida. Ese silencio mudo, sordo, horrible, penetrante, que te cala huesos y ahoga tu propia voz. Eso. Eso es lo que no quiero sentir. Por eso huyo, huyo y no encuentro palabras, personas, ni gestos que llenen ese vacío, ese hueco que no quiere pararse en un pozo vacío, sin fondo. Por eso ahogo mis propias palabras con música, con ruido, con gente, con la tele, con libros, con vídeos, con fotos. Por eso quiero vestirme de realidad y abandonar la fantasía, o coserme la fantasía de tal manera que me nuble todos los sentidos y ya no pueda ver nada más. 
Y después de eso, ¿sabes también a qué temo? A la soledad. A esa calma exagerada que llega después de la tormenta. A ese silencio repentino que todo lo inunda después de la carcajada. El hueco caliente que deja un cuerpo cuando se ha ido. Ese calor extraño que se va desdibujando en el tiempo. Y cómo agarras a la persona... De dónde puedes sacarla cuando ya no hay nadie. Y sí, a veces puedes estar rodeado de gente y, sin embargo, no encajar, no tener a nadie. Podrías echarte a gritar y retorcerte de rabia en el suelo sin que nadie te hiciera el más mínimo caso. Necesitar, necesitar un abrazo, una palabra, una sonrisa y saber que no hay ninguna expresa y únicamente dedicada para ti. 
Entonces todo da vueltas y sólo quieres enterrarte entre tus propios brazos, sostenerte sabe Dios dónde, a salvo de qué piratas. Pero tú te has cansado de ser una isla, de intentarlo, de ver el tiempo pasar, y sí, si tiene que pasar, que se vaya. Y te echas a dormir la vida, pero no esperando. No. Está muy lejos de tu cabecita loca eso de que venga una mano a avivar el fuego o a apagarlo. No es eso lo que tú quieres, ni lo que querrías. Simplemente estás suspendido en el tiempo, como si nunca hubieras existido, como cuando apagas la luz: sólo hay que bajar un botón y nadie se da cuenta. Nadie se da cuenta.

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