miércoles, 5 de diciembre de 2012

14 de abril de 2011


Nos sonreía la luna de mayo mientras dejábamos correr los minutos en pos de un final que no queríamos que llegara. Al día siguiente nos volveríamos a ver, sí, pero estar juntos era aprovechar todo el tiempo perdido anteriormente.
Paseábamos de la mano, a veces callados, a ratos riendo. Y si nos deteníamos lo hacíamos al mismo tiempo, con una sincronización puramente mecánica, más bien intuitiva. De algunas casas llegaba el olor al galán de noche, otras a jazmín, incluso a rosas. Y era tal la paz y el amodorramiento, que parecía que en cualquier momento iba a ocurrir algo horrible. Pero no, en las calles sólo estábamos él y yo.
Podíamos hablar horas y horas de todo y de nada, sin darnos cuenta, y a veces el cielo ya clareaba cuando, volviendo a casa, nos despedíamos en la esquina.
Acogedora y demoledora esa tranquilidad de cuentos y recuerdos inolvidables, cuando podía caer de espaldas y saber que sus brazos estarían ahí para recogerme.
Maravillosa y perfecta hasta doler la estampa de ese sueño del que te despierta el principio de la primavera, cuando la luna llena y las flores te recargan las esperanzas como si de una maquina expendedora se tratara.
Y me encanta despertarme con el sol entrando tan pronto por la ventana, porque no necesito soñar cuando puedo vivirlo todo una y otra vez, cada dia.

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