miércoles, 5 de diciembre de 2012

28 de noviembre de 2010


Deberías verla. El sol brillando a lo lejos, pero su luz no es ni la mitad de la de su sonrisa. El aire mece su pelo y le levanta el blanco vestido, mientras ella se agarra el sombrero con una mano y tropieza en la arena mojada.
El agua roza sus tobillos perfectos y ella baila al son de las olas, riendo y animándome a que la siga. Mira al cielo y señala un punto perdido entre las nubes, mientras dice:
-Algún día yo llegaré allí.
Se aparta el pelo de la cara, dejando ver el leve tono rojizo que reviste sus mejillas. Y parece un ángel mientras corre, trota y baila, tratando de atrapar las olas antes de que ellas mojen sus pies en la orilla.
Parece brillar ella misma, toda de blanco, sin llegar a fundirse con la luz del sol, el color dorado de la arena y el azul del cielo.
Ella hacía eternos los días junto al mar, días que nunca podían tener fin, claro que no, porque nada podía tener fin a su lado jamás.
Deberías haberla visto entonces. La luz de sus ojos fue apagándose y su sonrisa se debilitaba con el paso de los días. Su pelo ya no se movía al compás del viento, sino que yacía sobre la almohada. Y la palidez de su piel poco a poco la ahogaba.
Y una noche de estrellas sin luna, como si el invierno se hubiera colado por la ventana abierta, se instaló en su cuerpo el frío.
Deberías ir a verla, dormida en su blanco lecho, como una rosa marchita, a la espera de una eterna primavera.
Pero yo la veo cada tarde, de nuevo con su vestido blanco, los suaves rizos al viento, sentada al borde del faro, y cada vez que llego, sonríe y me dice:
-Llegas tarde. Has estado a punto de perderte el último rayo.
Y se nos hace de noche, viendo el sol partir y las estrellas sobre nuestras cabezas, mientras yo la abrazo y la mantengo a mi lado, hasta que el amanecer vuelva para llevársela.

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